14/2/09

M

Me dejo caer, me desplomo, toda deshecha en necesidades, descosida y tan desnuda, con las fracturas expuestas y las miserias sangrantes. Así me reciben, ellas.
Me arrojo a sus manos, y como nunca antes, me dejo acariciar.

Ellas, alejadas, ajenas entre si, no se conocen, pero están enlazadas entre sí por una única cosa: mi dolor. Mi voz circula en un entretejido de mujeres extrañas, en un coro que me ayuda a gritar.

Grandiosas, graciosas, graduadas -de título- y gradadas- de grados de intensidad con la que me atienden, abrazan, me contienen y me curan.

Mujeres, madres, musas, morochas y rubias. Bellísimas todas. Me hipnotizan. Las miro, las admiro, las adoro y, como eterna cicatriz femenina, también las envidio rabiosamente.

Son mujeres, porque las busqué o me las encontré pero sin una pizca de casualidad. Es porque las prefiero, porque aunque se me pierda en el discurso, hay una sensibilidad primaria que nos amontona, y porque después de todo, es de una mujer de quien busco el permiso para crecer.
Y no me lo da.

Aprendo entonces de estas otras, que a este colectivo se sube sin permiso. Sin permiso, pero no sin ayuda…y ahí están ellas, hoy, extendiéndome sus brazos y dándome sus manos.

Sus brazos que me sostienen, pero que no me acunan.
Porque tengo que entender – más tarde o más temprano- que no hay mujer posible en ese vaivén cadencioso, que me hace dormir ...pero que no me deja despertar.

Sus manos que me acarician, pero que no me moldean.
Porque tengo que entender – más tarde o más temprano- que no voy a encontrar a la mujer que debo ser, en el hombre que espero... sino que tengo que buscar al hombre que quiero, desde la mujer que soy.

A ellas, tan lindas todas. Tanto las necesito, tanto las admiro, tanto las quiero.
Todas las que somos, todas las que estamos. Ellas, todas las otras magdalenas lloronas que hay en mi mundo.